José Manuel Pérez Tornero es uno de los más importantes investigadores en comunicación de la actualidad. Catedrático de esta materia en la UAB, es asesor de la Comisión Europea e impulsor de la Alfabetización Mediática e Informativa (MIL) en las estructuras de la Unesco, especialmente la Cátedra Unesco-UAB de Alfabetización Mediática y Periodismo de Calidad, que preside. Acaba de publicar un ensayo titulado “La Gran Mediatización I. El tsunami que expropia nuestras vidas” (Editorial UOC) al que seguirá un segundo volumen, ambos dedicados a analizar los cambios que está sufriendo la sociedad globalizada a partir de lo que el autor llama Gran Mediatización, es decir, un proceso que ha durado unos 60 años y que desemboca ahora en una hipermasificación que es el preludio de un cambio de era. Pérez Tornero explica en esta entrevista cómo puede evolucionar este proceso y cómo cambiará el mundo desde ahora: la expropiación de nuestras vidas a raíz del Covid-19.

A partir de la pandemia del Covid-19, ¿la comunicación aparece como distinta, tanto a nivel global como en nuestras vidas personales?

Sí, muy distinta. Sobre todo, porque parece haberse producido un cambio de rumbo. El Covid-19 ha cambiado nuestras dimensiones comunicacionales. La comunicación personal directa ha sido confinada, durante un tiempo; y, en el futuro, corre el riesgo de ser distanciada –o sea, dominada por la imposición de una cierta separación (no solo espacial). Esto ha tenido su impacto. En primer lugar, ha creado angustia y sufrimiento. Ha habido muchas personas, por ejemplo, que no han podido acompañar a sus familiares que han agonizado y fallecido en soledad; y que no han podido disponer del mínimo consuelo que en esos momentos deparan los abrazos, los besos, la cercanía. Para ellos ha debido de ser como si cayeran a una especie de abismo de soledad. Por otra parte, ha habido otras que han pasado trances muy duros y significativos sin apoyo personal: mujeres que han dado a luz solas –o casi; accidentes; enfermedades; separaciones personales que se han tenido que vivir sin familia, sin auxilio del grupo cercano (salvo el de los sanitarios), etc. Obviamente, esto resta serenidad y, sobre todo felicidad.

En segundo lugar, las tecnologías de la comunicación se han enseñoreado de nuestras vidas y, prácticamente, la han ocupado por entero. Esto tenía algo positivo, porque como mínimo servía para mantener vivos los lazos personales, sociales y laborales. Pero también han impuesto una distancia, a veces, dura y pesada; y, sobre todo, han modificado y reformateado muchas de nuestras formas de comunicación. Así, hemos perdido margen de libertad y de humanidad.

«El COVID-19 ha servido para afirmar la potencia de las grandes tecnológicas»

Más allá de todo esto, en términos geoestratégicos, el Covid-19 ha servido para afirmar la potencia de las grandes tecnológicas: plataformas de información o de entretenimiento, logística, teletrabajo, etc. Y este fortalecimiento les ha dado más poder. Un poder del que gozan básicamente sólo ellas. Porque aunque ciertamente, algo de ese poder nos lo han transferido (de alguna manera, nos hemos empoderado), pero en todo caso ha sido siempre un poder delegado, conseguido a partir de una cierta dejación –diría, incluso, sumisión- por nuestra parte. Y creo que a largo plazo esta tendencia va a continuar. Nosotros iremos mejorando nuestro poder –el delegado-; pero las grandes compañías tecnológicas se van a hacer cada vez más fuertes.

En fin, como digo en el subtítulo de mi libro, parece que tras el primer impacto del Covid-19 empezamos a salir de una especie de confinamiento digital –que, desde luego, no ha empezado con el Covid-19 sino venía desde lejos-; y corremos, ya en la actualidad, el riesgo de adentrarnos en una sociedad de la distancia. O sea, entramos en un nuevo modo de vida en el que, probablemente, sentiremos alguna nostalgia de ciertas cosas que añoraremos de cuando en cuando, pero que habremos perdido irremisiblemente.

¿La Gran Mediatización indica un cambio de era, o por lo menos de etapa en la era industrial? Y si es así, ¿cuáles serían sus características?

Me gusta hablar de Gran mediatización para referirme al hecho de que un proceso de mediatización muy intenso, que había empezado con los medios eléctricos, se intensifica con los electrónicos y digitales. La digitalización es la última etapa de la mediatización que se inició aproximadamente hace unos sesenta años.

Sí, efectivamente, esta etapa producirá muchos cambios. Alterará profundamente el modo en que la industrialización fabril había configurado nuestra sociedad. Acabará con el tipo de masificación que esa industrialización había comportado. Pero, de hecho, hay una cierta continuidad. Avanzará en lo que se puede llamar hipermasificación que es una masificación intensiva, como la anterior, pero a escala planetaria y que se desarrolla con una flexibilidad, una ligereza y una agilidad que son muy nuevas con respecto al período anterior. No es todavía un cambio de era –porque para eso se requieren cambios muy profundos en el sistema productivo- pero sí es el preludio de un cambio de era.

«La tecnología, al contrario de lo que pensaban, no se desarrolla libremente; está muy condicionada por las estructuras económicas y socioculturales»

¿Fuimos demasiado optimistas respecto a las posibilidades de internet respecto a propiciar una sociedad y una vida mejor? ¿Qué posiciones parecen sensatas en la actualidad, a partir de lo que ya sabemos?

Fuimos irresponsablemente optimistas. Creo que muchos estudiosos, y políticos –probablemente, también muchos activistas sociales- confiaron en que la tecnología era tan poderosa que podía cambiar por sí misma la sociedad. Se convirtieron, sin saberlo, en deterministas tecnológicos. Y, claramente, se confundieron. En general, casi toda la comunidad académica vaticinó cambios estructurales basados en la tecnología. Estaban acertados en algo: la tecnología abría nuevas posibilidades. Pero equivocados en algo fundamental: la tecnología, al contrario de lo que pensaban, no se desarrolla libremente; está muy condicionada por las estructuras económicas y socioculturales. La evolución de los últimos años ha puesto en evidencia que estructuras sociales desiguales, fundadas en poderes arcaicos pueden doblegar el desarrollo tecnológico y convertirlo en un instrumento de poder al servicio de muy pocos.

No es esto lo que aventuraron los profetas –y hubo muchos y de muchas clases- de la sociedad de la información y de internet. En este sentido, sí: se fue demasiado optimista.

¿Qué parece más sensato en la actualidad? Pues centrarnos, precisamente, en transformar las estructuras sociales y económicas para que podamos aprovechar todo el potencial de la tecnología. Esto exigirá evitar la constitución de grandes oligopolios tecnológicos; regular internacionalmente las aplicaciones tecnológicas para que nunca dejen de respetar los derechos humanos; y, en esencia, avanzar en hacer de la ciencia y la tecnología un bien auténticamente común. Cumplir estos objetivos no será nada fácil y nos obliga a una constante tarea de crítica, atención, y transformación.

¿Debemos seguir aspirando a una verdadera sociedad de la comunicación? ¿O la Gran Mediatización facilita el establecimiento de una dominación hasta ahora nunca vista?

Claro que debemos seguir aspirando a una sociedad en que la comunicación sea libre y cooperativa. Es un ideal de la humanidad. Creo que es un estadio de desarrollo al que podemos aspirar. Pero esta sociedad tiene que basarse en la igualdad de capacidades y de poderes. Y en que la tecnología esté al servicio de ese idea. Si, en cambio, construimos una sociedad plenamente mediatizada, con poca democratización del poder, corremos el riesgo de, como ha dicho Carr, construirnos nosotros mismos una especie de jaula de cristal transparente, que nos sujeta aunque nos produce la ilusión de que no tenemos ningún obstáculo por delante.

«Sin darnos cuenta, la tecnología nos envuelve, cambia nuestro carácter, altera las relaciones personales…»

¿Cómo están cambiando la digitalización y la mediatización nuestras vidas personales?

En el plano práctico, disponer de herramientas de comunicación y de procesamiento de la información que nos permiten una especie de ubicuidad y movilidad planetaria, es un avance. Como lo es el que tengamos acceso a cualquier tipo de consumo cultural con solo conectarnos a las redes. La parte oscura de este avance está en que, sin darnos cuenta, la tecnología nos envuelve, cambia nuestro carácter, altera las relaciones personales, amenaza con terminar con la privacidad, la intimidad, las relaciones personales directas, y nos coloca ante un previsible abismo de la socialidad que puede acabar en una soledad profunda y una desigualdad lacerante.

La reacción de muchos sectores progresistas ante estos cambios es el retraimiento y la mirada regresiva: desconfianza ante la ciencia y la tecnología, eliminación de la automoción y de los grandes desplazamientos, añoranza de “lo natural”. Los sectores progresistas parecen haber abandonado librar la batalla de la tecnología para liderarla y orientarla a un buen fin. ¿Qué caminos transitables existen para que los cambios actuales nos conduzcan a un verdadero progreso y no a un refugio en lo “local” pretendidamente “retroprogresivo” como decía Salvador Pániker?

Hay muchos progresistas nostálgicos –como conservadores- que piensan que hay procesos que se pueden revertir. No lo creo. Me parece que aquella metáfora de Heráclito de que la vida es como un río que fluye, no está indicando que es imposible volver atrás. En cambio, creo que sí podemos mantener como un objetivo permanente sostener ciertos valores esenciales para la humanidad –la dignidad personal, la libertad, la justicia, la igualdad, el amor, la democracia, el respeto, etc. -. Necesitamos para ello proyectos que desarrollen la tecnología y la innovación manteniendo constantemente la lucha por esos valores. Y necesitamos hacerlo con cierto sentido crítico –que a veces falta en la teoría y en ciertos sectores intelectuales- y con valor, con convicción. Es un compromiso personal y social.

Hay caminos transitables. Nada más fácil que alterar un programa de ordenador para hacerlo más transparente. Nada más sencillo que ampliar el margen de interacción libre en una sociedad digital. Nada más esperanzador que experimentar cómo muchas comunidades y personas se van adueñando, progresivamente, de los diferentes elementos que componen el progreso tecnológico. Pero para que haya un cambio como el que se corresponden en todo el planeta, se requiere una nueva política capaz de impedir que la falta de reglas planetarias conceda mucha ventaja a quienes están dispuestos a saltarse cualquier regla.

La pandemia parece facilitar unas transformaciones que favorecen al neoliberalismo en su intención de desarticular la sociedad y sus instituciones. ¿Ve usted en ese proceso un peligro real de que acabe por romper el pacto social que a partir de 1945 dio origen a la más larga etapa histórica de paz y prosperidad?

Estamos ante una auténtica encrucijada. Por un lado está una alternativa basada en el desarrollo de un neoliberalismo planetario que, como se está viendo, está lleno de excesos y que es capaz de crear auténticas disrupciones sin saber siquiera qué vendrá después. Por otro, está la posibilidad de emprender un rumbo orientado a la sostenibilidad social y ecológica que ponga por delante el valor de la persona humana, la igualdad y la paz. En estos próximos años veremos hacia dónde anda el planeta. En los años cuarenta, recién acabada la segunda gran guerra, hubo todavía un período, aunque menos bélico y visible, muy convulso: de tensión social, guerras civiles no declaradas, de dolor y de miseria. Solo se pudo salir de ese estado de cosas en alguna parte del mundo apostando por un desarrollo económico y social distribuido entre la mayoría y orientado a lo común. Con otros estilos de actuación, y otros métodos más adecuados al momento sociotecnológico que vivimos, creo que esta sigue siendo una buena opción. La menos mala. O sea, aquella a la que podemos aspirar con cierto realismo.

«conduce al desastre el no saber sacar lecciones de la historia y el no saber aprender a tiempo»

¿Corremos el riesgo de que las narraciones distópicas se conviertan en una profecía autocumplida? ¿Nos enfrentamos al advenimiento de un sistema de dominación regido por una minoría omnímoda y excluyente de la mayoría de la población?

Las distopías creídas llevan al miedo y estas a las deslealtades mutuas, y, poco a poco, al nihilismo que parece conducir casi irremediablemente a la ira y al autoritarismo. Pero no creo que estos relatos distópicos conduzcan por sí mismo al desastre. Para llegar al desastre hace falta empecinarse en obrar mal, en no corregir lo que –a todas luces- hemos de corregir. O sea, conduce al desastre el no saber sacar lecciones de la historia y el no saber aprender a tiempo.

Podemos, efectivamente, llegar a una situación de dominación de una minoría sobre el resto del mundo. Pero hay salida: tenemos que aprender rápido y bien, y aplicar nuestros conocimientos constantemente. Tenemos que ser reflexivos y activos, al mismo tiempo. Y esto en el campo de los medios y las tecnologías es bien factible hacerlo. Algunos creemos que si la comunicación no se vincula a un proyecto de humanización –constituyéndose no sólo en un campo de conocimiento sino en una propuesta de comunicación humanista integral—no pasará de ser una simple herramienta de implantación de un nuevo régimen de dominación.

¿Qué bases y orientaciones deberían propiciar una sociedad humanizada y que papel debería tener la comunicación en semejante proyecto?

La humanización es nuestro proyecto, sin duda, el de la humanidad. En realidad, la humanización de nuestra vida deberíamos admitirla como algo dado, que no necesitaría reivindicarse. Si a lo largo de la historia se ha hablado de humanización ha sido bien para enfrentarnos a la naturaleza –cuando esta presentaba su apariencia más dura y terrible- bien para enfrentarnos al pensamiento mágico o religiosos que nos subyugaba a las personas a mandatos y dictados demiúrgicos. Hoy, en cambio, si hablamos de humanización es para reivindicar la personas humana y sus valores ante proceso de mecanización, avasallamiento tecnológico o de explotación de la personas sobre la persona. De lo que se trata ahora es de humanizar el desarrollo de una sociedad cuyo proyecto se escapa del rumbo previsto y amenaza con expulsar a las personas.

Esta nueva lucha por la humanización tiene, desde mi punto de vista y en lo que se refiere a la comunicación, algunos principios básicos. Por ejemplo, tiene que luchar contra la anonimización de la persona, contra la idea de que podemos convertirnos en un número. Tiene que sobreponerse a las fuerzas de la hipermasificación que impiden nuestra autonomía personal y nos conducen hacia comportamientos puramente instintivos o pasionales, sin mediación de la razón. Tiene que confrontarse con los proceso de marginación y de estigmatización simbólica que se practica en muchos ámbitos comunicacionales. Y, aunque la lista de tareas pendientes es mucho más larga, creo que debe pugnar por acabar con la mercantilización intensiva de nuestro consumo, nuestro tiempo y en general nuestra vida. Avanzar hacia esos objetivos puede llamarse humanizar integralmente la esfera de la comunicación. Sin duda.

«nuestro gran reto como seres humanos que han vivido la conmoción que ha supuesto el Covid-19 es aprender»

¿Qué papel debería jugar en este sentido la educación, y cómo debería vincularse a la comunicación, comenzando por la alfabetización mediática?

Creo que he dicho antes que nuestro gran reto como seres humanos que han vivido la conmoción que ha supuesto el Covid-19 es aprender, aprender en todo momento, en todolugar y rápido. Y aplicar lo que aprendemos. Este el gran objetivo que debe transformar, en principio, todos los sistemas educativos tradicionales. Y a continuación, todo nuestro sistema comunicacional. Durante mucho tiempo hemos ido atribuyendo funciones a los medios de comunicación informar, entretener-nos calábamos otras que cumplían: adoctrinar, persuadir, impulsar el consumo, etc.-. Pues bien, todo esto debe quedar subsumido en aprender. Explorar, reconocer, indagar, analizar y estudiar… para aprender. Y aprender para cambiar, a tiempo.

Podemos entretenernos y expandir nuestra imaginación a través de ficciones, pero aprendiendo de la misma libertad creativa, de la misma imaginación. Podemos informarnos sobre el mundo, pero no para acumular ingentes cantidades de información sino para explicar, comprender: os sea, para aprender. Podemos multiplicar nuestros contactos, nuestras conversaciones, nuestras relaciones sociales… Pero, con ello, también aprendemos. Y aprendemos para mejorar todas y cada una de estas actividades. Nuestro gran objetivo será, por tanto aprender a ser críticos, a pensar más y mejor, a deliberar y tomar decisiones en conjunto, a construir el entendimiento global que necesitamos. Y en el centro de este aprendizaje universal, hoy en día, está la alfabetización clásica, y la alfabetización mediática y tecnológica. Sine ellas no hay acceso, en la actualidad, a casi ningún aprendizaje que pueda convertirse en un patrimonio general de todos.

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