Cuando un periodista muere en el ejercicio de su profesión, en zonas de conflicto y enfrentamiento armado, los medios reaccionan al referir no sólo el hecho sino lamentando el luctuoso acontecimiento y con una hagiografía del afectado. La profesión de la persona fallecida parece facilitar o justificar no sólo el elogio sino la condena de la acción por parte de sus colegas. Y esa profesión hace que lectores y público sientan como más próximos tales sucesos, ocurridos en lugares más o menos remotos, alejados de la atención continuada de la mayoría de la gente, en el marco de conflictos olvidados e incluso ignorados.

Es lo que ha sucedido, desgraciadamente, una vez más con el asesinato de David Beriain, Roberto Fraile y Rory Young en un lugar de Burkina Faso, a cargo de una fuerza armada que de momento no sabemos bien si forma parte de un grupo de cazadores furtivos, un comando relacionado con el terrorismo de la región del Sahel o una combinación oportunista de ambos. Ni siquiera los tres periodistas hallaron la muerte en medio de un conflicto armado sino que fueron atacados, secuestrados y eliminados por sus captores; ellos, no combatientes, desarmados e inermes, y sus asesinos, organizados y equipados con armas de asalto, que ni siquiera reclamaron un rescate sino que se los quitaron de encima como simples desechos.

Los tres compañeros no fueron víctimas de un atentado, ni sucumbieron en un tiroteo, ni confundidos con agentes de ninguna otra fuerza: fueron interceptados, identificados como periodistas y sacrificados a sangre fría fuera de cualquier escenario de enfrentamiento, en tanto que víctimas inocentes e indefensas, civiles no combatientes, desarmados y no ofensivos.   Fueron ejecutados en tanto que prisioneros no combatientes, sin armas, de manera deliberada y sustentada en la posición de fuerza dominante por parte de sus captores. En la legislación internacional relativa al comportamiento de las fuerzas intervinientes en conflictos armados, aplicada por los tribunales de justicia internacionales, el crimen del que han sido objeto David, Roberto y Rory suele ser castigado con la pena de muerte o la de cadena perpetua.

En alguna otra ocasión en las que un periodista ha sido víctima de atentado, secuestro, agresión o tercera parte de un conflicto he podido leer u oír algún comentario en el que, bien espectadores desconocidos o incluso personalidades más o menos notorias, exclaman cosas  del género de “él se lo ha buscado” o “le ha pasado factura su afán de protagonismo”. Para esas personas, cuando nos hacemos comentaristas de tales desgracias estamos practicando el corporativismo, arrogándonos una notoriedad que no nos corresponde, o haciendo un uso de los medios pro domo sua. Pudiera ser así si el periodista en situación de riesgo hubiera buscado un provecho, siquiera fuera a beneficio de su propia presunción. Pero a lo máximo que podría llegarse, si hemos de pensar con crueldad, es a que la precariedad en la que uno se ve obligado a subsistir profesionalmente le arrojara a exponerse a un riesgo que de otro modo hubiera evitado.

Uno no puede añadir nada más a  todo esto sino observar la ligereza de semejantes pseudoargumentos, a veces cercanos a ese “algo habrá hecho” con el que se pretende demasiado a menudo justificar, siquiera de refilón, el terrorismo. Ese “algo” parece eximir a quien lo propone de su propia reflexión racional y de su responsabilidad correspondiente. Nada justifica matar a un ser humano ni disculpar a quien lo hace

El asesinato de David Beriain, Roberto Fraile y Rory Young presenta, en todo caso, una faceta específica en este caso de víctimas inocentes. Por principio y definición, un periodista es un testigo de los acontecimientos a los que asiste, y por tanto, un testigo incómodo e incluso indeseable. Si una noticia es lo que se revela públicamente por el bien general y porque a alguien no le interesa que se sepa, el periodista es un riesgo viviente para esa opacidad deliberada. Pero eso no le hace culpable bajo ninguna luz: la legitimidad de las revelaciones del periodista aseguran que aquello que se pretende mantener oculto acabará saliendo a la superficie; que con ello las injusticias cometidas y las vulneraciones ejercidas contra los intereses de los ciudadanos no quedarán impunes; que el interés general prevalecerá por encima del egoísmo particular. Ese es el riesgo concreto que enfrenta el periodista, tanto cuando ejerce en una zona de peligro o cuando lo hace en el escritorio de una redacción. El periodista, profeta desarmado de la justicia, es siempre culpable ante los ojos de quienes pretenden acabar con la libertad o lo han conseguido ya.

Por esa razón David, Roberto  y Rory simplemente no “han muerto” sino que han sido asesinados. En una ejecución sumaria, deliberada, deseada, realizada a cubierto con toda frialdad y no en ningún conflicto ni enfrentamiento. Eliminados y ejecutados porque opusieron la fuerza de la verdad del periodismo a  la violencia de la mentira.

Que el amable lector revise, si le place, los párrafos previos de este texto y extraiga sus conclusiones. Ha sido un crimen por ejecución sumaria.

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