Un día pensó que sí, que sí podía creer en la existencia del bosque y de los aromas que de allí provienen como algo que no depende de él. Quería aferrarse a la idea de que todas sus sensaciones eran en verdad percepciones de una “realidad objetiva” y que ésta no desaparecería si él dejara de pensarla. De un modo u otro quería convencerse de que existe, además, una diferencia clara entre el sueño y la vigilia. Y ya, para afianzar, también se dispuso a elevar a grado de axioma la sentencia de que posee un cuerpo.
Pero tan pronto concibió esas ideas, volvió a sumergirse en meditaciones profundas y la duda comenzó a mordisquear sus axiomas, su teoría, sus certezas. Cada pregunta iba despedazando los órganos del supuesto cuerpo y sintió el desgarre como un dolor de pesadilla. Despertó y el dolor se intensificó y, peor aun, se extendió al bosque de afuera (que no era más que el de adentro).
Contempló angustiado el desvanecer de colores, aromas, sabores y sonidos que ahora se mezclan en una sustancia líquida y viscosa. Recordó, entonces, todas las veces que ha pasado por este proceso. Sí, éste, el de desvanecer el universo creado para después construir con el mismo líquido otro. Pero esta vez —ya cansado de tanto—, en un acto inexplicable de voluntad decidió hundirse en esa mezcla como quien se pierde en el océano.
Desde entonces no hemos computado más datos. Creemos que el cerebro de la cubeta 312 ha llegado a la representación total de la nada. Lo curioso es que tal comando no procede del lenguaje del sistema.