El impacto que la muerte de Arcadi Oliveres ha causado en Catalunya ha llegado más allá de lo que cabría esperar en el caso de un profesor universitario de economía y ha adoptado una curiosa forma: conmoción entre las capas más concienciadas e inquietas de la población, especialmente entre los jóvenes. Desaparece un personaje singular, enormemente popular en Cataluña, pero al mismo tiempo estimado de manera muy personal por una multitud que no sólo seguía sus actividades e ideas sino que le ha tomado como ejemplo personal.
Oliveres no era un solo un erudito aunque su saber socioeconómico y sociopolítico era ingente; no era estrictamente un líder político aunque su capacidad de liderazgo y visión ha influido en personas, tendencias y movimientos decisivos; no ha tenido cargos políticos y representativos pero ha teñido con sus actitudes amplios sectores de base que luego han generado líderes de gran valía. El impacto de la obra de Arcadi ha sido el impacto de su vida entera: la prueba de que es posible la coherencia entre lo que se cree, se vive, se dice y se hace. Esa coherencia ha causado una conmoción que no es de ahora, cuando sólo hace unos pocos días que ha muerto: ha sido considerada y valorada durante toda su vida. Llegada la hora de irse, tal coherencia ha aparecido ante la sociedad en toda su magnitud.
Quienes no lo hayan conocido por estar lejos de su entorno geográfico y cultural se extrañarán, de todos modos, del gran afecto que manifiestan hacia él todos quienes le han conocido e incluso quienes no han tenido la ocasión. ¿Basta con la rectitud y la coherencia para suscitar en los demás una adhesión semejante? ¿Es suficiente ser un activista por la paz y un partidario de la justicia a ultranza y para todos? (Arcadi fue presidente de la organización católica Paz y Justicia de Barcelona durante varios años). Hay muchos hombres justos y pacíficos pero pocos que lleguen a tocar tu corazón.
Según mi modesto entender, la clave para la comprensión de este asunto se encuentra en un aspecto central de la cultura europea y por extensión, de la occidental: la seriedad como signo de solvencia y credibilidad. Se cree que para resultar una persona digna de ser escuchada hay que parecer grave e incluso solemne y se circunscribe el buen humor a las zonas “ligeras” de la vida y de las ideas. De hecho, el aprecio del humor inteligente por parte de los sectores intelectuales es harto reciente. El humor, la risa, la alegría, el desenfado han sido considerados siempre asunto de la gente pobre, de los niños y las mujeres. Incluso se llama “mujeres de vida alegre” a las personas que tienen que dedicarse a vender su cuerpo, que es uno de los trabajos más tristes que existen.
La risa y lo risorio han sido identificados como algo sospechoso desde el poder: véase cómo Umberto Eco describe en El nombre de la rosa una de las matrices de este tipo de pensamiento dogmático, pues este es el argumento central de la novela y de la película. Pero es que ya antes el inolvidable Charles Chaplin, con su película El gran dictador, parodió y reveló la relación que hay entre la libertad y la risa, la dictadura y la opresión con la seriedad extrema.
A la vez que se ha asociado lo serio y solemne con lo creíble y solvente, se ha ido consolidando un estado de espíritu que se ha convertido en característico del mundo cultural, intelectual e institucional: una gravedad y seriedad extrema, que yo llamo “pesadumbrismo” y que hoy día constituye la centralidad de nuestra cultura. Ese pesadumbrismo se define por sí mismo y habla con elocuencia al resumir tal concepto un modo tanto personal como colectivo de encarar la vida y que es la decantación final de la seriedad extrema. Es un pesimismo con una vuelta de tuerca más y la expresión vital de la desesperanza.
Arcadi Oliveres, cuya solvencia intelectual y personal han estado siempre fuera de toda duda, no era un hombre pesimista. Era diferente u algunos, incluso, le encontraban raro. Pensador crítico, sabia diferenciar entre el optimismo irreflexivo y proponía en contraste al pesadumbrismo la actitud de la esperanza. No veía la oposición entre optimismo y pesimismo sino en la necesidad de la esperanza para superar la pesadumbre. No es optimismo lo que necesitamos sino esperanza, lo que significa la capacidad de esperar: de esperar una vida mejor y por tanto de trabajar activamente para que esta se realice. Era ese fortísimo contraste entre pesadumbrismo y esperanza lo que le hacía creíble y atrayente, y por eso los jóvenes, que aún no han sido engullidos por el pesadumbrismo y la desesperanza, le seguían. Y esa actitud juvenil nos interpela, con Arcadi, a todos: ¿somos capaces de vivir con esperanza y comunicarla a los demás?