Llevan once largos meses lejos de las aulas. Extrañan saludarse con un abrazo o un beso en la mejilla. Quisieran experimentar esa proximidad que solo se construye con afecto. Sueñan con volver a los salones, cafés, jardines y parajes del campus universitario donde se desarrollaba su formación académica y transcurría su vida social… pero no pueden. Tienen miedo de contagiarse y de contagiar a sus seres queridos. Saben de un amigo cercano que cayó muy enfermo o de un familiar que acaba de fallecer. Por eso permanecen en casa, encerrados en sus dormitorios la mayor parte del tiempo. Y allí solo cuentan con la pantalla de una computadora o de un celular para comunicarse. El cambio radical de sus rutinas y la sobrecarga académica ha deteriorado la salud mental de miles de jóvenes. Dos estudiantes cuentan aquí sus vicisitudes e incertidumbres emocionales en medio de una educación virtual que cada vez se torna más tortuosa e insufrible.
Desde que comenzó el ciclo virtual, la rutina de Micaela (23) era la misma todos los días: levantarse de la cama, sentarse en el escritorio sin tener ganas de hacer nada y encender su laptop para ingresar a sus clases en línea. Al comienzo tomaba apuntes en un cuaderno, pero con el pasar de las semanas dejó de hacerlo y hasta se quedaba dormida en clases. “No tenía ganas de estudiar, no tenía ganas de despertarme ni ganas de vivir, no tenía energías para nada. Pensaba ‘¿Realmente estamos viviendo esto?’ No podía creer lo que estaba pasando”, recuerda Micaela, quien estudia Periodismo en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
Mientras el mundo atraviesa una crisis sanitaria, económica y social sin precedentes, los universitarios deben concentrarse en rendir exámenes, presentar trabajos y aprobar cursos. Y deben hacerlo en espacios que muchas veces no son los más idóneos para estudiar, con la estrechez propia de quien vive en un departamento pequeño o comparte el dormitorio con alguien más de la familia. El coronavirus obligó a cerrar las universidades y cerró también la puerta a cualquier contacto físico con quienes uno considera sus amigos. El impacto de este encierro ha provocado cuadros de depresión severa, estrés crónico, episodios frecuentes de ansiedad, desgano, apatía y es capaz, incluso, de despertar impulsos suicidas.
Las universidades no estaban preparadas para la educación remota. Para esconder esta falencia, muchos docentes duplicaron las tareas académicas. De este modo las clases virtuales aumentaron la sensación de agobio que ha atenazado la vida emocional de muchos estudiantes. Micaela recuerda que durante el primer ciclo virtual llevó un curso en el que tenía entregas semanales y la carga académica le generaba un grado de estrés que nunca había experimentado. “Yo le tenía mucho miedo a ese curso, sentía que la calificación no era justa y no podía evitar sentirme definida por mi nota. En el primer trabajo saqué 10 cuando yo hice lo mejor que pude. Me puse a llorar mucho. Hace tiempo no lloraba por una nota, me sentía muy mal. Lo único que pensaba era ‘ha sido mi culpa porque no le puse esfuerzo, no le puse energía, no me he organizado’, cuando en realidad sí lo hice”.
El ritmo de los trabajos y las evaluaciones durante las clases virtuales no puede ser el mismo que se aplica durante un ciclo presencial. La psicóloga Mónica Cassaretto, presidenta del Comité de Promoción y Cuidado de la Salud Mental en la PUCP, explica que el sistema de evaluación y las clases en línea deben ajustarse a las nuevas circunstancias y tener en cuenta las limitaciones de los estudiantes. Para ello es importante que los docentes estén en constante diálogo con sus alumnos y mantengan los canales de comunicación abiertos.
Después de unos meses de haber iniciado el ciclo virtual, en junio de 2020, Micaela sentía que había llegado a su límite. No poder rendir bien en las clases, saber que su último año universitario tendría que estudiarlo de manera remota sin ver a sus amigos, perder su trabajo como fotógrafa, el miedo de contagiarse y los problemas económicos fueron algunos de los motivos que la indujeron a tomar una sobredosis de pastillas antidepresivas. No era la primera vez que lo intentaba. Tres años antes, en 2017, también había intentado acabar con su vida. Afortunadamente, en ambas ocasiones falló. “La pandemia fue muy difícil para todos, pero cuando ya tienes un diagnóstico psiquiátrico previo es peor. Yo tengo depresión y ansiedad. Pude sobrellevar todo esto por varios años, pero cuando llegó la pandemia, mi estabilidad mental se vino abajo”, explica Micaela.
Luego del intento fallido, lo último en lo que podía pensar Micaela era en sus clases. Era época de exámenes finales y, aunque lo intentaba, no podía entregar sus trabajos a tiempo porque andaba dopada por el efecto de las pastillas que había ingerido. Micaela habló con sus profesores, les explicó la situación y ellos se mostraron flexibles y le dieron mayores plazos para entregar sus trabajos. “Creo que cuando los profesores se dan cuenta de que el contexto te está afectando, recién son conscientes de que tienen que bajarle el ritmo al curso”, sostiene Micaela. Incluso cuenta que algunos de sus profesores la llamaron para preguntarle cómo estaba y brindarle apoyo, lo cual fue de mucha ayuda para su recuperación. “No fueron llamadas de ‘hola y chau’, sino que eran conversaciones genuinas de querer saber cómo me sentía”.
Según cifras recogidas por la Oficina de Servicio de Apoyo al Estudiante (OSOE) de la PUCP, desde abril hasta noviembre de 2020, se atendió a 2062 estudiantes universitarios a través del programa virtual de Acompañamiento Psicosocial. Las dificultades más comunes entre los alumnos fueron ansiedad (49%), estrés académico (36%) y estado depresivo (32%). Miriam Mejía, jefa de la OSOE, explicó a PuntoEdu que los estudiantes encontraron un espacio de escucha y apoyo para enfrentar los desafíos de la vida académica, la vida familiar y la incertidumbre de los proyectos personales y colectivos. “También organizamos conversatorios sobre planificación académica, agotamiento y regulación emocional, y campañas comunicacionales de cuidado, autocuidado y cuidado mutuo de la salud mental, en los que han participado más de 7000 estudiantes”, añadió.
Diego (21) ingresó a la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI) en 2021. En junio, durante la semana de exámenes parciales, todos en casa se contagiaron de Covid-19. “Mi papá se enfermó y estuvo internado. Yo tenía que ser fuerte, no mostrar debilidad ante mi mamá porque ella estaba muy mal, todas las noches la escuchaba llorando. Mentalmente estaba aturdido porque tenía presiones familiares y académicas, y sentía miedo de morir por los efectos del virus porque también estaba contagiado”. Durante esos días tuvo que repartir su tiempo entre ayudar a su familia y seguir con sus estudios. “Tuve que tomar prioridades. Pensé: ‘Si repito el ciclo, no importa, lo puedo volver a llevar, pero si pierdo a mi familia, no hay forma de recuperarla’. Primero atendía a mi familia y los ayudaba hasta las 3 o 4 de la tarde. Terminaba cansado, sudoroso por la fiebre que me provocaba la enfermedad. A las 5 empezaba a estudiar o entraba a clases, pero no podía prestar atención”.
Diego informó a sus profesores la difícil situación que estaba viviendo. Algunos se mostraron comprensivos y le dieron otros plazos para entregar sus trabajos. Otros, en cambio, no le brindaron facilidades porque “había prácticas que eran fijas y que no se podían eliminar, como los parciales. Los profesores tenían que poner las notas en esa semana, por lo que era complicado que me den más tiempo”, explica Diego.
En este contexto de pandemia los docentes tienen un papel importante porque son los que tienen la relación más cercana con los estudiantes. Mónica Cassaretto explica que los profesores son los primeros que pueden detectar situaciones de riesgo y aquellos a quienes los alumnos se acercan, no solo por dudas académicas, sino también en busca de orientación. Sin embargo, sostiene, muchas veces los docentes no saben a dónde derivar estos casos. “Hay docentes que sin comprender plenamente la educación a distancia han establecido pautas de enseñanza que no son adecuadas y que generan estrés en el estudiante. No logran el aprendizaje adecuado y generan sentimientos de desmotivación, de desinterés”, asegura la especialista.
De todos modos, Diego quería seguir estudiando. Intentaba separar sus estudios de su familia. “Logré hacerlo pero me costó mucho esfuerzo porque físicamente estaba desgastado por la enfermedad. Esta sobrecarga me generaba mayor estrés, quería hacer tantas cosas y el cuerpo no me daba, incluso a veces me dormía en la mesa mientras estudiaba. Las horas que podía las dedicaba a hacer tareas o estudiar algo, pero eran muy pocas, me daba fiebre, me sentía cansado y no quería hacer nada hasta el día siguiente. Aunque quise, no pude disfrutar mi primer ciclo”.
A pesar de todo lo que vivía, Diego no pidió ayuda hasta que recibió una llamada del hospital. El médico le comunicó que su papá estaba muy grave y que podría morir en dos o tres días si es que no presentaba alguna mejora. En ese momento sintió que ya no podía más y decidió pedir ayuda al psicólogo de su facultad. Le contó lo que le pasaba a través de mensajes de WhatsApp. No lo hizo por medio de una llamada porque no quería que su mamá lo escuche y se diera cuenta de que estaba mal. Conversar, aunque solo haya sido por mensajes de texto, lo ayudó a desahogarse y sentirse mejor. Al finalizar la conversación, el psicólogo le dijo a Diego que podía volver a buscarlo si es que necesitaba ayuda.
La atención psicológica en medio de la crisis es esencial. Cassaretto explica que no se le puede decir a alguien “cúrate tú solo”. “Sería como dejar a alguien contagiado por Covid-19 sin ayuda médica solo porque hay un sector de la población que presenta síntomas leves y no necesita medicación y cuidados”, afirma. La especialista asegura que es irresponsable no brindar apoyo psicológico y que las consecuencias de no hacerlo son diversas: desde sufrimiento y malestar cotidiano hasta el fracaso en la realización de metas y la deserción universitaria. Solo en el primer año de educación virtual, 174 mil jóvenes universitarios tuvieron que dejar sus estudios. En el peor de los casos, se puede hablar de intentos de suicidios debido al deterioro emocional de quienes viven dominados por el estrés, la soledad y la incertidumbre.
En agosto de 2019, el Ministerio de Educación publicó los «Lineamientos para el cuidado integral de la salud mental en las universidades». Estas pautas aplican a todas las universidades públicas y privadas del país y tienen como objetivo establecer disposiciones para la promoción de la salud mental y la prevención de factores de riesgo, favoreciendo el bienestar de la comunidad universitaria. Sin embargo, cuando llegó la pandemia, y luego las clases virtuales, no todas las universidades contaban con profesionales de la salud mental. “En las universidades se viven realidades muy distintas”, señala Cassaretto.
Tanto Micaela como Diego pudieron aprobar todos sus cursos. Les costó bastante lograrlo. “Siento que el año pasado no tenía motivación para nada, ¿será porque estaba deprimida? ¿O por la pandemia? ¿O es que acaso soy floja?”, se sigue cuestionando Micaela. Aún queda mucho por hacer para atender los problemas de salud mental en las universidades. Esta pandemia amenaza con quedarse y los alumnos seguirán sufriendo los estragos emocionales de la crisis. Las universidades deberían proporcionarles las herramientas necesarias para ayudarlos a sobrellevar las secuelas del confinamiento, las clases remotas y la fatiga pandémica. “Ahora más que nunca, los espacios como Zoom no solo son sesiones para dictar clases virtuales, sino también puertas y ventanas que se abren para dialogar con los estudiantes y reflexionar sobre lo que estamos viviendo”, finaliza Cassaretto.