Cuando hablemos de asuntos relacionados con estudiantes y jóvenes, y especialmente desde España, hemos de tener en cuenta que lo hacemos en un contexto que resulta imprescindible para entender de qué estamos tratando. El paro juvenil en nuestro país es de un 40%, cosa que nos hace líderes de la exclusión educativa y laboral en Europa. Esta abultada cifra arrastra consigo otras no menos decisivas, como esta: actualmente se han desvinculado de la educación secundaria un 17% de jóvenes, con lo que un importante número de personas acceden a la exclusión que produce el paro juvenil con un déficit educativo que acaba de marcar toda una vida y al que los expertos designan como desvinculación escolar. La situación, tomada en conjunto, significa que una gran parte de nuestra generación joven está abocada a una vida de precariedad.
Un servidor no ha necesitado bucear en estadísticas y marañas de datos para hallar esta información; ha bastado con leer, en cinco minutos, una entrevista en La Vanguardia, un diario barcelonés de gran tirada y prestigio, publicada en su más que visible contraportada, escrita por Lluís Amiguet, en la que el redactor conversa con la educadora Begoña Gasch, pionera de la enseñanza de segunda oportunidad. Con una escuela que centrifuga a los alumnos menos capaces de adaptarse a su sistema y un panorama laboral que se nutre de la precarización, nos encontramos ante un panorama muy problemático: la falta de formación como lastre permanente en las vidas de miles y miles de personas.
De este modo tenemos, en el centro de un estado clave en la Unión Europea como es España un agujero negro educacional y laboral que compromete gravemente la solidez laboral y social del país. Muchas voces advierten del riesgo de que el nuestro se convierta en un país de camareros, como realidad inevitable y modelo, no tan inevitable, de orientación de la estratificación social. A ellos habrá que responder que eso ya ha sucedido. A partir del plan de Estabilización de 1959 se produjo el “desarrollo”, etapa en que la tranquilidad social, el disfrute del consumo, la adquisición de un coche utilitario o un piso en propiedad, debían coronar el cuarto de siglo de dictadura franquista. El telón de fondo de esa especie de capitalismo popular era la eclosión del turismo como primera industria nacional, que obró el milagro de convertir un país de cabreros en un país de camareros, ya en 1964.
La diferencia entre los camareros de los años 60 y los de ahora está en la educación. El desarrollismo español trajo una novedad: la evidencia de que la educación era un ascensor social. El sueño del obrero español era que sus hijos pudieran estudiar para conseguir un trabajo mejor, una mayor estabilidad y, de ser posible, cierto prestigio social. Hoy nos encontramos al final de un recorrido de transformación de la sociedad, la economía y la cultura del trabajo que ha terminado con el prestigio del conocimiento entre las clases modestas y el consiguiente abandono de su persecución. La centrifugación de un importante número de jóvenes del sistema educativo no dice tanto de un estado psicológico, momentáneo o definitivo, de estos jóvenes como de un cambio social que conduce a esa situación al conjunto de la sociedad.
Los estudiantes universitarios, a su vez, son conscientes de que la precariedad en el empleo es también una amenaza para ellos, aunque en un grado menor que la que espera a quienes no tienen formación. Todo eso debería bastar para que los alumnos superiores se agarraran como a un clavo ardiendo a su oportunidad, que, con todos sus defectos, es el único instrumento para escapar a un destino incierto. El ascensor social solía funcionar de abajo arriba; ahora el peligro está en que también lo hace de arriba abajo.