El día que se decretó el estado de alarma, hace ya más de un año, estaba acojonado. Tenía dos tipos de miedo. El primero era el miedo común, democrático: el de ir al supermercado y contagiarme. Un miedo acrecentado por el hecho de que siempre he sido una persona muy aprensiva. Mis amigos de verdad lo saben. Los otros, los conocidos, se ríen cuando se enteran de que me desmayo con las jeringuillas. No se creen que alguien que cuenta lo que cuenta en sus libros y reportajes, alguien que en sus cabezas es «corresponsal de guerra» —algo que nunca he sido—, diga que es aprensivo.
El otro miedo que sentía durante los primeros días era más íntimo. Me provocaba un dolor localizado, intenso, ese dolor que prefieres callar, con la esperanza de que no se convierta en verdad. Tenía miedo a reportear. Durante mi carrera había cubierto los atentados de Bombay, el motín de la guardia de fronteras de Bangladesh, la guerra afgana, la muerte de Osama bin Laden en Pakistán, las operaciones de rescate en el Mediterráneo, la situación de las personas desplazadas por la guerra en Sudán del Sur, República Centroafricana, Nigeria… Había estado —en tantos sitios— cuando todo se derrumba. Y ahora que todo se derrumba donde vivo, en Barcelona, ¿sería tan cobarde como para no contarlo? ¿Tendría la cara tan dura como para seguir viajando cuando todo esto acabe y, mientras no acaba, ignoraría lo que pasaba a mi alrededor? ¿Toda mi vida es una impostura? ¿Me interesa el sufrimiento ajeno pero no el propio, si es que esa diferenciación tiene sentido? ¿Qué tipo de hipocresía es esa?
Recuerdo las preguntas que me hacía al principio del estado de alarma y ahora me doy cuenta: eran preguntas retóricas, y de ahí mi terror, porque no había escapatoria. Cubrir lo que estaba pasando era mi deber, y por eso estaba aterrorizado: porque sabía que no me podría quedar en casa. Me hacía aquellas preguntas por pura autocomplacencia. Sabía que el momento iba a llegar. Y que, cuando empezara a reportear, no iba a parar. Rezaba para que no llegara ese día.
A la vez lo deseaba.
Lo que está cerca, lo que está lejos
En 2017 publiqué el libro No somos refugiados, que reúne crónicas de 17 países tras hacer más de 200 entrevistas. En 2019-2020 me planteaba escribir otro libro sobre movimientos de población, pero desistí. Me dije que tenía que cambiar. Que no podía seguir contando las cosas igual. Que tiene que haber otra manera. En medio de esta crisis sobre mi escritura y mi trabajo, llegó la pandemia, y empecé a reportear esta vez cerca de mi casa. Así nació este último libro.
Lo que me llevó a escribir Cuando todo se derrumba no fue contar cómo se vivió el estado de alarma en España —aunque también—, tampoco fue describir el trabajo incansable de la gente que se volcó en la emergencia —aunque también—, tampoco fue la crítica a las autoridades —aunque también—, tampoco fue sensibilizar o crear conciencia o esas cosas que se acostumbran a decir —aunque supongo que también—, tampoco fue escribir sobre eso que llaman un momento histórico —aunque supongo que también—, sino la búsqueda de lo universal, la liquidación de las ficciones que nos separan. Por decencia o por xenofobia, creemos que no se puede comparar lo que pasa en un país en teoría rico como España con lo que pasa en un país pobre. No es verdad. La dimensión es otra: el número de muertos, el privilegio, la oportunidad para empezar de nuevo. Pero una emergencia sanitaria era esto. Sea cual sea tu lugar en el mundo, algo te supera, y necesitas ayuda: luego, con tu experiencia del dolor, también podrás ayudar a otros. Me parece que podemos entender tantas cosas de cómo funciona el mundo si entendemos eso primero. Por eso, en este libro, para contar lo que está cerca de mí, al lado de mi casa, conté también lo que estaba más lejos: en el mar Mediterráneo, en Pakistán, en Liberia, en Sudán del Sur.