La vida está hecha de paradojas quizá porque no hay realidad que no sea fruto del conflicto. O así nos lo parece porque nuestra cultura surge del pensamiento griego, que se sustenta sobre el principio de no contradicción: una cosa no puede ser cierta y a la vez serlo su contrario. Una vez aherrojada la mente de tal modo, la sutil riqueza de matices que la realidad presenta a la mirada atenta se pierde en una concepción del mundo y de las cosas que es una combinación de pragmatismo británico, espíritu comercial italiano, reglamentismo legalista romano y milenarismo hebraico, es decir, lo que llamamos cultura occidental.
En ese panorama, la democracia, basada en la tolerancia, el pluralismo y la negación de facto del principio ideal de no contradicción, resulta ser siempre una excepción. La civilización pluralista requiere de la admisión de formas distintas de vivir, incluso contradictorias, necesita de la aportación de maneras diferentes de pensar y exige de una resolución de los conflictos sustentada en la más grande pirueta jamás ejercitada: el gobierno de las mayorías practicado mediante el respeto escrupuloso de los intereses de las minorías, que no sólo son preservados sino su cultura incorporada al pensamiento hegemónico en vigor.
Vivir en democracia quiere decir, pues, hacerlo aceptando la pluralidad, la diferencia, los matices y las oposiciones aparentes, que no son tales pues sólo existen en el mundo platónico de las ideas puras pero no en las realidades factuales de los mundos tangibles. Ganar la democracia es una tarea sobrehumana porque supone ir a la contra de una tendencia natural: hacer pasar por necesidad obligada por un principio lo que no es más que la justificación de un interés particular. Popper, que tan errado estuvo en tantas cosas, acertó al identificar los peligros potenciales de lo platónico en tanto que maestría de la tergiversación del interés en principio.
Lo que llamamos periodismo –y que probablemente se llame de otro modo en el futuro—no es otra cosa que el modo humano de gestionar la consideración colectiva del devenir cotidiano en la democracia pluralista. El periodismo es la creación magistral y culminación de la cultura democrática en tanto que establecimiento de la aceptación pública y en público del pluaralismo democrático. Es decir, contar con la diversidad forzosamente contradictoria –o aparentemente contradicente—necesaria para la convivencia y la vida buena. El periodista es un explorador de las contradicciones y paradojas de las realidades que es capaz de aceptarlas, comprenderlas y gestionarlas.
El periodismo no está hecho para las cabezas cuadradas, sean estas propias de gente ilustrada o de cabestros asilvestrados. Quien desee ser periodista tendrá que pechar con la tarea de percibir lo paradójico y gestionar lo contradictorio. El periodista no está para decirle a la gente lo que tiene que pensar sino para ayudarle a reflexionar por sí mismos. No es discípulo de Platón sino hijo de Sócrates y su mayéutica: ayuda a parir la interpretación de realidades que parecen ser una cosa y son otra.
De ahí las decepciones y los abandonos de la carrera por parte de tantos alumnos, deseosos quizás de obtener unas técnicas con las que abrirse paso en un medio que a menudo parece impenetrable. Pero también, por esas mismas causas, la pasión que la profesión produce entre tantos jóvenes cuando experimentan el vértigo de tener el mundo en sus manos al sentirse un poco más cercanos al dominio del arte de tratar con la realidad tal como es. No hay técnicas sino una transformación profunda de la propia mirada que llegue a percibir lo complejo, una capacidad de relatar las realidades capaz de provocar a la vez la duda ante lo aparentemente sólido. Porque lo líquido, querido Bauman, es una verdadera bendición. Y todavía más fluido es.