A los periodistas no nos gusta hablar de nosotros mismos, y mucho menos en primera persona. Quizá por eso nos volcamos en las figuras de otros compañeros en el momento en que merecen homenaje. Lo vimos en #Somos Periodismo hace unos días, cuando Lali Sandiumenge glosó la personalidad de Ana Alba, la corresponsal internacional que fue su amiga y modelo para la profesión entera, al haber fallecido tras una enfermedad. Ahora me toca a mí pasar por ese trance, y no sólo para rendir homenaje a un compañero sino para mostrar a todos cómo era un periodista honrado y un hombre extraordinario.
Escribir sobre un compañero fallecido es mucho más que redactar un obituario. En este caso se trata de hacerlo sobre uno de mis dos mejores amigos que además era un hermano para mí. Fue Jordi Garcia-Soler, un compañero tres años mayor que yo que me enseñó el oficio del periodismo. Con una generosidad desmesurada con la que se relacionaba con todo el que se acercaba a él, me abrió las puertas de la profesión y me puso en contacto con los responsables de las redacciones de los distintos medios de Barcelona y Madrid cuando yo era un jovencito ignorante pero ansioso por aprender. Cincuenta años después nuestra amistad se mantenía en pie, y casi cada día, desde que nos conocimos hasta su muerte, nos llamábamos por teléfono para comentar la actualidad. Es difícil, pues, hablar de manera objetiva de un amigo fraternal en un texto que ha de ser leído por por el público en general. ¿Qué interés tiene esto para alguien que no ha pasado unos días llorando, con 70 años cumplidos, porque ya no podrá descolgar el teléfono y reír y despotricar con quien fue su compañero de aventuras durante toda una vida?
El interés es este: la muerte de mi amigo ha sido comentada en todos los periódicos y medios digitales del país como la desaparición de un periodista honrado. Si se destaca que un periodista es honrado será porque hay otros que no lo son. A mediados de los 60, la explosión de la música pop rock hizo de la industria discográfica un enorme negocio, el segundo negocio global de la comunicación después del cine de Hollywood y las discográficas comenzaron a generar un verdadero chorro de millones, gran parte de los cuales estaban dedicados a la promoción de novedades. En España sólo había un canal de televisión en el que la nueva música no tenía cabida pues el gobierno dictatorial la consideraba un enemigo a marginar y batir. La radio y parte de la prensa, en cambio, se convirtieron en canales de difusión privilegiados para un producto que entonces aún no se llamaba cultural pero arrastraba al consumo a un nuevo mercado formado por jóvenes. Las discográficas y los mánagers solían sobornar sistemáticamente a los comentaristas musicales para obtener sus favores, con lo que los medios estaban lastrados por esa práctica corrupta tendente a favorecer ciertos artistas en detrimento de otros, quizás de mayor valía artística. Ser comentarista musical en los medios españoles era, salvo excepciones, ser un periodista corrupto.
Jordi Garcia-Soler se negó a dejarse corromper. Sus lectores sabían que lo que escribía estaba basado en su criterio personal y desinteresado, y por eso le concedían una credibilidad extraordinaria. No hizo sólo eso: denunció públicamente las prácticas corruptas y a quienes las realizaban, lo que condicionó su desempeño: nadie le ofreció nunca la dirección de un diario, una revista o una radio, en más de medio siglo de periodismo fue siempre un reportero freelance independiente. Si había denunciado un negocio fraudulento de millones, qué no podía hacer con otros chanchullos de mayor calado. La firma de Jordi Garcia-Soler era la garantía de que uno se podía fiar del texto que la llevaba. Cuando mi amigo se distinguó como periodista incorruptible aún no había cumplido 18 años.
El compromiso de Jordi no sólo era profesional sino social y cultural. Escribía de música, especialmente de canción popular y de la nova cançó catalana para hacerse eco de las voces de su generación que aspiraban a una sociedad más justa. Era consciente de que la lucha por la cultura era la lucha por la democracia. Difundió de manera entusiasta todas las acciones que pretendían que España fuera algo más que un yermo gris y se convirtiera en un mosaico de colores y alegría como el Londres de Carnaby Street, el Woodstock de Jimi Hendrix o la Roma de Paolo Conte. Viajó allí donde se producía un nuevo fenómeno cultural juvenil o innovador y su presencia en tales actos era considerada no la de un reportero más sino la de un representante de una generación de españoles que, puesta en pie, dialogaba y razonaba con los protagonistas de lo mejor de la cultura occidental. Poetas como Salvador Espriu, pintores como Joan Miró, cineastas como Federico Fellini, eran los interlocutores de aquel joven que, con discreción pero con agudeza y una apabullante cultura, les interpelaba. Yo quería ser como mi hermano mayor: alguien que, armado únicamente de una pequeña máquina de escribir portátil (oigo aún su repicar en aquella Olivetti Pluma 22), contaba al público lo más interesante y a veces inquietante de lo que sucedía.
En 1974, un viaje a Portugal para cubrir la revolución de los claveles –la sublevación militar que acabó con la dictadura de la época y abrió la normalidad democrática en ese país—convirtió al joven periodista cultural en un reportero de alcance internacional. También cambió su vida; sus simpatías por el socialismo eran notorias y colaboraba con las causas contrarias a la dictadura de Franco pero regresó a Barcelona habiendo visto con sus propios ojos que el final de una dictadura y el paso pacífico a la democracia era posible. En Portugal fue testigo de un momento de cambio histórico en este sentido pero además pudo entrevistar a los dirigentes del movimiento democrático y a los militares movilizados. No sólo eso: conversó en profundidad durante largas jornadas con las figuras más destacadas que desde entonces dirigirían el país.
Regresó a Barcelona convertido en un militante socialista. Contribuyó a la formación del partido socialista catalán y creó su primer Departamento de Comunicación, que dirigió en los primeros años de la democracia española. Ya en plena normalidad constitucional, Jordi Garcia-Soler pudo dedicarse a hacer periodismo sin las limitaciones de la época dictatorial y mantuvo su independencia por encima de cualquier otra consideración: su adscripción política era, gracias a su tolerancia y apertura, compatible con la libertad periodística. Tuvo amigos en todos los partidos y sectores de opinión, defendía sus posiciones con convicción pero no se erigía en enemigo de nadie. Cuando formó parte del consejo de administración de la radiotelevisión pública de la Generalitat de Catalunya atendió por encima de todo a los intereses de sus trabajadores y al derecho a la información de los ciudadanos. Salió del organismo tan pobre como había entrado; nunca vivió de otra cosa que de su trabajo.
En el momento de su muerte, Jordi ha recibido elogios y sentidos recuerdos desde todos los sectores mediáticos y sociales. “Era uno de los Gigantes de Catalunya y de Barcelona,” ha dicho de él un destacado dirigente político. Las alabanzas profesionales han estado siempre acompañadas de la mención a la valia personal del periodista, como su carácter amigable que le impedía romper relaciones a causa de la diferencia de ideas, la discreción, la cordialidad y la fidelidad a la amistad y la palabra dada. Nunca decepcionó a un amigo y nunca ofendió a nadie.
Estas pinceladas sobre la trayectoria de mi amigo y modelo de periodista, a pesar del tono elegíaco, no quieren ser un recuerdo sentido a un amigo fallecido (cosa que sólo concierne a quien esto escribe) sino que pretenden poner el acento en una cuestión casi olvidada: la transmisión de la profesión periodística de persona a persona y de maestro a aprendiz, algo que parece propio de los oficios artesanales de antaño pero que hoy cobra actualidad. Antes de que existieran las facultades de comunicación y las escuelas de periodismo, e incluso mucho después de que estas fueran fundadas, cada periodista buscaba mirarse en el espejo que podía representar un profesional que le precedía en experiencia. Mi primer espejo fue mi amigo Jordi y eso me salvó la vida. Me salvó la vida porque sin él no hubiera sido periodista, y el periodismo ha sido mi vida. Ahora las circunstancias son otras; por una parte hay muchísimos alumnos de periodismo y por otra las empresas informativas y de comunicación experimentan unas transformaciones muy profundas. Aquella transmisión personal de la profesión en el seno de las redacciones ya no existe; debería producirse en las facultades pero ni la industria ni las estructuras educativas lo favorecen. ¿A dónde podemos mirar para hallar el espejo mágico que nos diga cómo ser un buen periodista?
La respuesta sólo la podemos dar cada uno de nosotros con su propia conducta. Con la generación de periodistas como Jordi van desapareciendo profesionales de los cuales recibir esa transmisión de la parte de la profesión que no figura en el currículum académico pero que es imprescindible. Hay aspectos de nuestra profesión que no pueden aprenderse si no es por el ejemplo personal. Este oficio no va de aprender unas habilidades y de ganarse la vida con ellas, va de aportar a la sociedad un valor añadido en términos de calidad de vida, que para nosotros comienza por ser capaces de administrar el derecho de los ciudadanos a la información libre. Si somos capaces de hallar a alguien de quien aprender eso que no se puede enseñar, seremos afortunados; si podemos nosotros mismos convertirnos en ese alguien, lo seremos más todavía. Aunque ya no podamos verle, si miramos a Jordi Garcia-Soler veremos la luz de un periodista que fue incorruptible y vivió y murió con dignidad.