Recientemente, dos veteranos periodistas y amigos, Enric Juliana y José Martí Gómez, han dicho que el periodismo no debería haberse convertido en una carrera universitaria pues le basta ser considerado un oficio. Juliana, director adjunto de La Vanguardia, está viviendo un gran éxito con su último libro Aquí no hemos venido a estudiar, una inmersión apasionante en las mentalidades y personalidades de los presos comunistas en el penal de Burgos durante el franquismo; Martí Gómez, maestro de la crónica de tribunales y entrevistador excelente en el semanario humorístico Por Favor durante la transición, dispara saetas certeras desde la Cadena Ser y su cuenta de Twitter. Ambos son de formación autodidacta en este oficio como tantos otros profesionales, entre ellos un servidor, y quizá venga de ahí su consideración sobre nuestro trabajo, que yo no comparto aunque lo que sé de periodismo lo he aprendido de otros periodistas, como los mismísimos Enric y José; conocer a este último cuando yo era un crío fue algo que me hizo desear ser como él.
No es fácil llegar a una conclusión tajante sobre la condición del trabajo de un periodista, y ello no depende, a mi entender, de haber pasado por una formación universitaria o directamente práctica. Personalmente creo que el periodista se dedica a una de las profesiones más comprometidas y exigentes del mundo, pero le resulta difícil darse cuenta de ello mientras cursa el grado de periodismo en la facultad. Independientemente de la intensidad de su vocación o aptitudes, el o la joven estudiante de periodismo vive rodeado de un gran número de estímulos que si bien suelen ser un acicate para una mente ávida de experiencias propia de alguien que desea abrirse al mundo desde la vivencia periodística, acaban ocultando una realidad dura o doblemente ardua: primero, el trabajo periodístico se realiza en su mayor parte mediante una dedicación oscura, anónima y sacrificada; segundo, esa dedicación a la profesión no admite la diversión, el periodista se divierte haciendo de periodista, uno es periodista las 24 horas del día y no puede dejar de pensar y actuar como periodista, siempre y en todas partes.
Una de las tareas periodísticas más duras y menos agradecidas en una redacción es la de editor de los materiales a publicar y corrector de los textos que han escrito otros. Es una labor a menudo tediosa, anónima, que se realiza a solas o en equipos reducidos, que no proporciona satisfacciones relacionadas con el trato humano, la movilidad o la sociabilidad. Uno se enfrenta, hora tras hora, día tras día, al pulido de los errores de otros sin más compensación que ir ganando la propia excelencia en la labor. El o la joven periodista que se dedican a este trabajo se sienten como artesanos sometidos a una rutina sin lucimiento y al no encontrar el sentido de esa dedicación oscura, cometen un error descomunal: desconectan mentalmente del trabajo, incluso se limitan a pasar la vista por encima de los artículos, a menudo sin captar su verdadero significado, limitándose a realizar correcciones ortográficas y tipográficas, y eso en el mejor de los casos. Los responsables de la publicación suelen advertir muy pronto esa desconexión –esos aprendices creen que no se les nota pero sí– y reaccionan disminuyendo la confianza puesta en la o el joven aprendiz. Y es una lástima porque generalmente su potencial suele seguir siendo considerable.
Cito el caso de la edición de textos porque responde a un mal muy extendido. El o la joven periodista que se deja llevar por esa rutina comete un error que suele estar basado en una deficiencia generalizada, que se da también entre los universitarios y no debería ser así: se lee poco. La consecuencia es la pobreza de léxico existente incluso entre personas que aspiran a hacer del idioma la herramienta de su oficio, y eso es alarmante. Y ello no se corrige porque nuestra sociedad no valora el dominio del propio idioma. No se aprecia la cualidad de expresarse con precisión, la justeza y riqueza de las descripciones, no digamos ya la capacidad retórica y la energía persuasiva. Se considera espontaneidad intuitiva lo que no es más que pobreza cultural, pereza intelectual y precariedad de recursos.
El o la joven periodista en prácticas que desconecta mentalmente de la tarea de editor o editora no se da cuenta de que se pierde una oportunidad muy valiosa de fortalecerse y empoderarse profesionalmente. El dominio práctico del idioma, la capacidad de aplicar el lenguaje periodístico y la práctica excelente de la escritura periodística son cualidades profesionales que, incluso en una creciente audiovisualización de los medios, son muy apreciadas. Un editor o editora excelente o eficiente es alguien con capacidad de tomar muchas decisiones de manera inmediata y rápidamente aplicada. La paciencia, la mirada atenta y aguda, la disponibilidad a desarrollar una carrera de fondo contra los errores, inexactitudes y deficiencias, son valores que cuentan y mucho a la hora de acceder a responsabilidades superiores y puestos de confianza y de mando. El editor o editora ostenta una rara habilidad aparentemente contradictoria pero muy potente: una rapidez en la realización de la tarea que a la vez se basa en una concentración profunda en el fondo, significado y forma de los textos, es decir, en términos lingüísticos, el dominio de todo lo relativo al significado y al significante. Eso es un poder periodístico al que el editor o editora tiene el privilegio de acceder si se le coloca en el desarrollo de esa tarea profesional. Un periodista hace de editor porque es ya un redactor de primera categoría: titula, redacta entradillas o rehace textos y corrige porque garantiza que escribe no ya bien sino muy bien.
Tiene suerte el o la joven profesional que se da cuenta de ello –o le hacen darse cuenta con delicadeza y afecto— y corrige la peligrosa tendencia de la desconexión mental. Y luego, con el paso del tiempo, advierte que hay dos tipos de periodistas: unos, los que se han fogueado en la oscuridad enfrentándose al tedio, la distracción y el deseo de diversión, desarrollando su concentración, conocimiento lingüístico y agudeza intelectual, y otros, los que, desprovistos de la adquisición de esos poderes, titubean y yerran al cometer errores que les resultan fatales por no haber aprendido la cualidad común de toda práctica, sea profesión u oficio: la capacidad de atención intensa y profunda. Cosa que no viene en los currículums académicos ni se vende en las farmacias. De ahí que el periodismo sea a la vez profesión y oficio.