La semana pasada, el Día de la Libertad de Prensa y esta, el Día Mundial de la Enfermería; parece que se haya producido una sincronicidad entre el calendario de conmemoraciones, la crisis sanitaria y la vida cotidiana reflejada por el periodismo. Los ciudadanos aplauden a los profesionales de la sanidad cada tarde desde los balcones y a la vez buscan en la comunicación la información veraz que les permita saber dónde se encuentran en medio de este extraño giro del destino. Pero primero hay que vivir y luego filosofar, de modo que los compañeros de las batas blancas, azules o verdes van por delante, protegiendo y sanando.  Luego ya pasaremos los periodistas para ver, oir, comprobar, contrastar y contar las cosas de modo que los lectores, oyentes y espectadores puedan hacerse cargo de qué es lo que realmente sucede y no asumir automáticamente lo que otros dicen que pasa.

A los periodistas no nos gusta hablar de nosotros mismos. Décadas antes de que pudiéramos imaginar las selfies, nuestros jefes nos reñían si nos sacábamos una foto con el personaje a quien entrevistábamos.  Pero ahora los chicos de la prensa ya no son aquellos tipos con suerte que entraban gratis en los conciertos y que repreguntaban a la cara las indiscreciones que interesaban al público. Porque con la crisis sanitaria han quedado dos cosas al descubierto: una, son los trabajos más necesarios para la supervivencia cotidiana los menos valorados y peor pagados; otra, cuando profesiones antes prestigiosas descienden en la escala de la valoración social, la seguridad del empleo, la retribución y la autoridad de sus ejercientes es que ha quedado abierto el proceso de desarbolamiento laboral y profesional  del mundo del trabajo en general.  La primera linea de lucha contra la pandemia constituida por los profesionales sanitarios a quienes se aplaude cada atardecer está formada por esforzados mileuristas (o casi) con licenciaturas y grados en medicina y enfermería. 

Que se baje de su antiguo pedestal a las profesiones altamente cualificadas no es algo que deba alegrar a nadie porque ese proceso redunda siempre en perjuicio de todos (hay Centros de Atención Primaria donde la hora de sustitución que cobra un médico se paga igual que la hora de la señora de la limpieza). La emigración de médicos y enfermeras al Reino Unido o la de investigadores y doctores a otros países de la Unión Europea ha sido una de las consecuencias de la crisis de 2008. Y el descenso en la calidad de los medios de comunicación va a la par con la precariedad del empleo –cuando lo hay—de sus periodistas. Así pues es fácil ver que las llamadas a la defensa del sistema público de salud y de la libertad y calidad de la prensa en España deberían referirse también, para ser coherentes, a la reclamación de unas condiciones dignas de retribución, contratación y empleo de unos y otros profesionales.

No podemos gozar de un sistema sanitario que nos defienda en una crisis sanitaria como la que estamos viviendo, no es posible que podamos disponer de un periodismo de calidad que asegure el ejercicio democrático del derecho a la información si en ambos casos la exigencia de unos resultados olvida la necesidad de las condiciones adecuadas en que ellos deben producirse. Ua vez un periodista se vio obligado a explicar a su hijo pequeño por qué se ponía esmóquing para  hacer la crónica de un estreno en el  Liceo: “Hijo mío, recuerda que los periodistas tenemos que comer mucho caviar para poder traer un plato de sopa a casa”. Ahora, cuando pase la presente crisis sanitaria –vendrán otras—habrá quien pretenda hacer pasar por un lujo una taza de sopicaldo instantáneo.

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