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Jeremy Rifkin es el hombre que vio venir lo que viene. Sociólogo, economista, activista y asesor político, es más que un investigador al uso: posee la mirada global y profunda que es necesaria para percibir los cambios que seavecinan y su naturaleza. Sí, tenemos a Byung Chul Han y a Yuval Noah Harari, pero uno cree modestamente que el pragmatismo anglosajón podría ajustarse mejor a la tarea prospectiva que necesitamos que la sensibilidad de las almas dolientes. 

En una entrevista publicada con BBC News, Rifkin habla claro: Ya nada volverá a ser normal. Esta es una llamada de alarma en todo el planeta. Lo que toca ahora es construir las infraestructuras que nos permitan vivir de una manera distinta. Debemos asumir que estamos en una nueva era. Si no lo hacemos, habrá más pandemias y desastres naturales. Estamos ante la amenaza de una extinción”. Podrá estarse o no de acuerdo con sus propuestas para sentar las bases de una tercera revolución industrial, pero hay que convenir con Jeremy Rifkin cuando percibe en el momento actual una aceleración del tiempo histórico que conduce a la urgencia de la búsqueda de soluciones globales e integrales. Ha pasado el tiempo en que gente de visión aguda como Alvin y Heidi Toffler eran considerados autores de bestsellers a colocar en la misma estantería que los de Jean-Jacques Servan-Schreiber; la demanda de pensadores integrales e integradores va a aumentar a medida que la hiperespecialización investigadora muestre el alcance de su verdadero potencial en estos términos.

Necesitamos semilleros en los que pueda crecer un nuevo tipo de pensador no sólo social sino civilizacional que sea capaz no tanto de sostenerse sobre testimonios proféticos sino de concebir futuribles posibles que puedan ser asumibles mayoritariamente y realizables pragmáticamente. ¿Dónde instalar semejantes planteles en la presente aceleración histórica? Cada vez hay más personas que creen que habría que empezar por abatir las murallas existentes entre ciencias y humanidades, como sucede ya en los currícula de Stanford o en la política de contratación de filósofos que sigue Google, en busca de gente que sepa pensar.

A su vez, un servidor, piensa, modestamente, en una alianza entre investigadores científicos surgidos de la Universidad preparados para esgrimir metodologías basadas en el rigor científco y periodistas acostumbrados a tratar con lo imprevisible y lo caótico enfrentándose a exigencias que pasan por la extrema rapidez del cambio y lo contradictorio de lo resultante.

Existen think tanks multidisciplinares que incorporan talento de procedencia muy diversa, pero la confluencia del investigador y el periodista es singular. Les une la voluntad de conocer, la curiosidad de descubrir y la persistencia en el método que conduce al hallazgo, pero son complementarios en las habilidades de unos y de otros. El periodista, particularmente, está habituado a trabajar deprisa y con prisas y a pesar de ello obtener resultados apreciables; se ve obligado a habérselas con realidades muy diversas, de modo que llega a estar especializado en generalidades (cosa más complicada de lo que se piensa); se enfrenta al caos imprevisto, con lo que no le asusta navegar entre lo contradictorio e insospechado y ha sido entrenado para una actitud que comparte con el investigador: no creer a nadie bajo palabra, contrastar las fuentes de información, interrogar a los hechos adecuadamente y exponer con claridad lo hallado. Periodistas e investigadores son más semejantes de lo que parece porque hacen lo mismo aunque con objetivos distintos.

Deberían pues los periodistas hacerse fuertes en sus cualidades y atreverse de una vez a dirigir su mirada interrogativa hacia una visión prospectiva. Como alguien dijo irónicamente, “los periodistas hemos de estar en posesión de una vasta incultura”.

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