La prolongación de la pandemia del Covid-19 ha supuesto un cambio drástico en los hábitos y rituales con los que afrontábamos la pérdida de un ser querido. El aislamiento social y la imposibilidad del contacto físico limitan el soporte psicológico y emocional que profesionales, familiares y amigos brindaban a los deudos. En este contexto marcado por la distancia, la población infantil y adolescente es la más afectada y, en no pocos casos, hoy el duelo es una experiencia no solo tortuosa sino también solitaria.
En la memoria de Salma ha quedado grabado el último día que vio a su abuela Elvira. Tenía setenta años y su salud se había deteriorado progresivamente: le costaba dar un paso sin agitarse y la tos y los dolores musculares terminaron por postrarla en la cama. Aquel día, los tíos y primos que vivían en el edificio familiar se reunieron a su alrededor y guardaron silencio mientras la contemplaban con preocupación. La pequeña Salma, con apenas siete años, miraba oculta detrás las piernas de su mamá y sentía una premonición: en realidad era una despedida. Al día siguiente la prueba molecular arrojó positivo para Covid-19. Dos días después, internaron a la abuela en el Hospital Rebagliati.