Pausas entre el frenesí: historias de vida se cuelan entre el ritmo pospandémico de la estación Plaza Cataluña

Un texto de João Gabriel Borges, Layla Zaoui, Alice Spada y Marta Franco

Existen pocos emplazamientos urbanos tan ajetreados como las estaciones ferroviarias. A diario, un sinnúmero de personas se benefician del transporte público, desplazándose entre ramales pulsantes, frenéticos, escondidos o descubiertos de la Ciudad Condal. En el metro, las vías subterráneas trazan una capital paralela: 7 líneas y 165 estaciones que tienen como centro neurálgico Plaça Catalunya. Un foco de tránsito donde se entrecruzan los andenes de ferrocarriles, trenes y metro en la madeja de la capital catalana. 


Aquí, la sensación es parecida a la de ver y vivir en un cuadro futurista. Cada individuo está envuelto por un frenesí incesante de pinceladas bruscas, en direcciones opuestas, de vida y de trayecto. Un tiempo que no para. O, si para, solo es para satisfacer una necesidad individual, como la de tomar un café sobre la marcha. “No puedo contestar. Tengo que coger el metro”, responde una mujer sin frenar el paso a compás enajenado.

 Al transitar en el vaivén de la línea verde del metro, raramente hay tiempo para intercambiar unas palabras. Es un espacio en el que todo el mundo está de paso: nadie lo frecuenta como destino final, siempre como medio para llegar a otro pasaje. Un no-lugar de anonimato y transitoriedad, en las palabras del antropólogo Marc Augé. 

“Hay overbooking, mucha corriente” comenta un joven, pero “lo que me gusta del metro es que no voy andando a sitios”. Cada minuto ganado cuenta en la carrera de la vida. Otra joven añade: “Yo soy de Costa Rica y para mí [el metro] es lo mejor porque me lleva a los sitios que necesito rápido y no tiene un costo tan alto”. Un flujo agobiante, pero es necesario aguantarlo para llegar a tiempo. Llegar, sin poder darse el lujo de respirar, de disfrutar de las breves pausas improductivas.  

En este contexto de individualidad acelerada, cualquier interrupción en el camino podría traducirse en un tren perdido por los pelos. O un retraso en el trasbordo. Sin embargo, es cierto que para toda regla hay una excepción. Porque sí, están los que se van, por su rumbo, entre las fugaces pinceladas que la modernidad implica. Una masa indistinta de desconocidos. Pero también están los que se quedan. 

FOTO 1: Frenetismo enlatado| Por Marta Franco.

Así fue como parados de pie cerca de la vía, mientras observamos el tremendo alboroto alrededor nuestro e intentamos bucear entre la marea revuelta, nos abordó el primer personaje de las baldosas amarillas. Un tipo avispado. Se acercó llamando la atención de todo aquel que fuera suficientemente humano como para mantener contacto visual.

Así se presenta Walker… Una persona que de tanto caminar y de mucho hablar se le vino a quedar pequeño el mundo… Walker, un caminante quijotesco que paradójicamente se detiene allá donde todos siguen caminando, licenciado por la universidad de la experiencia, con especialización en relaciones públicas. Se comparaba a sí mismo con la figura de Chuck Norris y abanderaba su doctrina por encima de todo… Lo tenía claro… “Si tú quieres ayudar, ayudas, pero no haces dinero de eso”. Su mayor enemigo: los jóvenes captadores de oenegés que interpelan a los transeúntes para pedirles algo de tiempo, pero en su perverso trasfondo pretenden fraguar una transacción pecuniaria. 

El exacerbado ánimo de Walker casi no da espacio para intervenir. Se respiran sus palabras con el frenesí apabullante de la estación; a sorbos rápidos. Sus ojos denotan un ferviente, pero relajado deseo de cambiar el mundo… Una rabia contenida por las injusticias que le obligaban a ser Walker. En su aliento, una denuncia incesante y un grito de socorro para la ayuda, que nunca llega a tiempo… Las ratios arbitrarias que determina quién las recibe y quién debe buscarse la vida por su cuenta… Como un reparto aleatorio de botes en medio de un Titanic que se hunde en silencio… “¡Qué gracia!… Va por grados esto, como una emisora de radio…” Walker se baja del estrado, como buen orador espera a que el público retribuya sus servicios y tras ello, tal y como aparece, desaparece… Pero no es un adiós permanente…

FOTO 2: El caminante tomando un respiro merecido | por Marta Franco.

Walker personifica la primera aparición de nuestra dantesca bajada a los infiernos, que carga con el primer recordatorio de lo que la humanidad significa. Tras su marcha, el sonido del tren vuelve a empantanar la estancia, y así de rápido regresa la realidad desordenada. 

Próxima parada Drassanes. Un aviso en la pared solicita a los pasajeros que se mantegan callados durante el trayecto. Idiomas que no se reconocen. Pasan personas. Muchas miran el móvil. Otro café para llevar. Dirección Trinitat Nova. Un beso fugaz por encima de la mascarilla. Lejos. Una voz robótica se proyecta. Cerca. Las. Puertas. Se. Cierran. PIP..PIP..PIP… 

FOTO 3: Ruido | Por Marta Franco.

Y de nuevo la calma… La segunda vida llama a los transeúntes a través del eco de la música rebotando entre las paredes del metro. Solo se tiene que seguir el acueducto de las notas de guitarra para conocer a Gabino.

Un señor sentado con guitarra en medio del pasillo. Adivinó nuestras intenciones de antemano. Aflojó el ritmo de la guitarra y esbozó una sonrisa algo quebrada. Transmitía un aura cándida a través de la mirada. Suave seseo sutil de la harmonía sensible salía de aquella sonora máquina sacra. Silencio en el pasillo. Tan solo el sonido sedante y sincero que emanaba las manos de aquel hombre solitario… 

Silencio. 

Cortado un solo segundo después por el ladrar de la fiel compañera de Gabino. Ambos dotados de la misma locuacidad, su carta de presentación en una u otra estación. 

FOTO 4: Una pausa con música. | Por Alice Spada.

“No es bueno [quedarse] siempre en el mismo lado”. Una declaración que rompe con todos los esquemas de quien se queda. Sin embargo, Gabino es un nómada que regala y se regala el derecho de disfrutar en cada lugar que permanece. Y respirarse a sí mismo. Es el antónimo de una sociedad movida por la ansiedad. “Aunque estés dos horas y tocando canciones distintas, la gente ya te va conociendo.” Su movimiento entre estaciones tiene entonces una explicación. Lo bueno, para Gabino, es que “hay muchas personas. A veces me paso más tiempo hablando, como ahora, que tocando […] No únicamente te ganas el sustento y hablas con muchas personas, si no que desconectas de las cosas malas”, combinando negocios con placer. 

El repertorio musical de Gabino es sobre todo clásico o evangélico, confiesa: “Mis raíces vienen de Andalucía, el flamenco me gusta, pero lo dejé de tocar en la calle y en muchos sitios […] porque la gente se pone mucho a bailar, hacen mucho ruido y me echan ja, ja, ja.” Un toque de atención que atrae a la multitud, cortando el ritmo que empuja a cada caminante hacia el destino final de sus pasos. Una pausa cultural y de goce. Los espectadores ya no corren persiguiendo sus trayectorias, sino que se quedaban junto a Gabino, su guitarra, y su música. Es la interrupción del flujo dinámico y nervioso lo que Gabino pretende evitar.

FOTO 5: Respirando la música | Por Marta Franco.

Gabino interpreta a un narrador omnisciente que siente, observa, conoce… “Ver a las personas” le empujó a tocar en el metro la primera vez, hace unos doce años. “Yo veía de paso a la gente local y veía lo de la música, entonces ya me cogí y me puse y probé y me gustó, y me gusta. Todavía me da mucha vida”. 

Sin embargo, hay instantes en que estas miradas perdidas provocan sorpresa en alguien. Un de repente que se convierte en un hilo tensado, el suspense del deseo. Los crushes de metro. “Yo sí que he visto alguien así guay [pero] no me he planteado ir a hablarle”, cuenta un chico que no se atreve a romper esta barrera de atracción palpable. “[Fue solo] un cruce de miradas… Que eso hace mucho”. Esta idea de amor fugaz tan clásica como Cumbres Borrascosas, tan cliché, renueva su potencia hoy en día, donde lo único que sabemos de los desconocidos que nos rodean son sus ojos. Amores fugaces en miradas entrecortadas. Los crushes de metro, los amores con mascarilla. 

FOTO 6: La distancia | Por Marta Franco.

Mascarillas que nos abren heridas recientes y resuenan un hueco mudo. Vacío: interior, social, espacial. Ciudad desierta. Porque la pandemia marcó unos cambios. ¿O en realidad no fue así? Gabino, el observador, señala: 

“Ha habido un cambio muy grande. Y pienso que aún la cosa no quedará ahí. Como una posguerra. Esto para mí es una guerra nuclear por ahí, y luego viene una posguerra porque todo esto hay que remontarlo y cuesta más… La recuperación del país y de personas, [de familias que] se han quedado sin nada. Entonces eso [la crisis pospandemia] perjudica mucho a la sociedad.” 

Cierto es que algo ha ocurrido. Pero aun así, la velocidad de la vida moderna, la rapidez de las notificaciones, el frenesí agobiante del metro se ha devuelto a su curso. Se ha “normalizado,” casi completamente. 

En el tiempo de un parpadeo. 

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